Por: NATALIA MATALLANA RESTREPO
“La vida es lo que hacemos de ella. Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. Fernando Pessoa.
Una vez, mientras escribía sobre casas y apartamentos de miles de millones, que ni en sueños podría habitar ni comprar, leí una cita del poeta estadounidense Oliver Wendell Holmes que decía: “Donde amamos es el hogar, el hogar que nuestros pies pueden dejar, pero no nuestro corazón”, así empezó para mi esta reflexión por el hogar porque yo tengo dos, uno que dejé hace 13 años en Colombia y uno que estoy construyendo con la familia que he formado.
¿Qué es un hogar? Es tan subjetivo, para unos puede ser la casa de los padres, con el patio lleno de recuerdos infantiles, para otros será ese apartamento donde aprendieron a vivir solos con sus roommates, llenos de botellas de vino, cerveza y montañas de ropa sucia. Para mí son esos lugares donde ocurrieron situaciones que me construyeron como lo que soy, esos sitios donde me siento segura, donde puedo ser, como dijo Maya Angelou: “El lugar seguro donde podemos ir como somos y no ser cuestionados”.
¿Y cómo empezó esta aventura que me divide y a la vez me reconcilia con esa que fui y con la que soy hoy? Me encanta contarla.
Los sueños de ser una gran profesional me llevaron, por recomendación de mi profesor de audiovisuales, a ganarme una beca ofrecida por uno de los gobiernos más polémicos de México, el gobierno de Felipe Calderón.
Me gané una beca de pasantía para escribir en la Gaceta de la Universidad de Guadalajara, una institución que tiene un gran sistema de medios de comunicación y que maneja toda la vida cultural de la ciudad.
Pero la burocracia típica de los trámites y el papeleo hicieron que llegara a la Perla Tapatía más tarde de lo planeado y mi lugar en la Gaceta había sido ocupado. Sin embargo, me abrieron un espacio en un noticiero, de noticias internacionales en Red Radio Universidad, donde no sólo empecé mi vida profesional sino, donde el destino, inevitable, me llevó a conocer a un amigo de mi esposo, el culpable de esta historia loca que hoy tiene a 5 integrantes más, nuestros hijos Dante y Lucas, dos gatos y un perro.
México ha sido un escenario de descubrimientos profundos, de enseñarme hasta dónde puedo llegar, de enfrentarme a lo extraño, porque, aunque hablemos el mismo idioma, las diferencias culturales están ahí y duelen también.
Aquí me encuentro con el machismo descarado, no con el disimulado y estético que tenemos en Colombia, sino con el descarnado y frentero que te ubica en roles muy marcados.
México me ha llevado a la lucha contra el estigma que padecemos los colombianos en el exterior, contra el ideal narco y el fetiche grotesco de la corporalidad de las mujeres colombianas.
Este país me ha dado las batallas más fuertes entre mis convicciones y las tradiciones religiosas, contra el deber ser de las mujeres, esposas y madres ideales.
Pero también México me ha dado cosas tan valiosas sin las que no puedo vivir: mis dos hijos, que, aunque en su registro son mexicanos, ellos muy seguros dicen que tienen dos países.
En México he construido una que soy y que me gusta mucho. Aunque maternar sola no es fácil, porque nunca será igual la crianza al lado de tu madre, de tus tías y de tus amigas de toda la vida, me ha hecho una mujer fuerte y he podido estar convencida de lo que he querido en mi maternidad y cómo transmitir lo que soy a mis hijos.
México me regaló a Rulfo, no solo sus historias sino sus pueblos, el café que visitaba, los pueblos de los Altos que me evocan su Llano en llamas. Me regaló a Elena Garro, a mi amada Rosario Castellanos, a Elenita Poniatowska y a Guadalupe Nettel. Me regaló la oportunidad de conocer el feminismo y de abrazarlo como camino de vida, de crianza y de vida en pareja. Me regaló la reflexión sobre mi ser mujer y mamá en un espacio violento e inseguro. Me sacudió y me llevó a pensar en esto, en qué puedo hacer, en cómo me cuido, cómo podemos cuidarnos todas.
México me dio la seguridad de la palabra escrita, la seguridad de la palabra hablada, aquí las sentí más mías, porque en Colombia dudaba. Me ha dado la posibilidad de vivir de la escritura y de poder trabajar en áreas de mi carrera que antes ni me hubiera imaginado: me pasé al lado oscuro de la fuerza, de hacer periodismo a hacer marketing para vivir un poquito mejor.
México me dio a mi compañero de vida, quien me muestra todos los días que una paternidad presente y activa sí es posible. Él me comparte que estar en pareja es una construcción constante de sueños, planes, legado, ejemplo, deseo, respeto y responsabilidad compartida.
Daniel, Dante y Lucas me han dado la oportunidad de poder crear una versión mía que me encanta y este es mi hogar ahora, donde puedo ser, donde puedo crear, donde puedo sentir sin vender y sin que me ofrezcan simulacros, esa familia que nunca me imaginé tener es lo mejor que me ha dado este país, esta ciudad a la que me acoplé después de tantas diferencias y malos entendidos.
Aunque a veces vuelvo al paisaje verde de Salento, al olor de la tierra mojada después de la lluvia en Pereira, a las arepas de choclo que hace años no como, a las calles del centro, al Pavo viejo y a los bares de los amigos, aquí está el fuego y los libros para conversar, aquí está la calidez de mi hogar.
No puedo desprenderme de lo que viví hace tantos años, de tantos y tantas que pasaron, siguen siendo parte de mí, y es lindo imaginar regresar a contarles todo lo que he visto, así quiero volver, quizá ya no para quedarme, no lo sabemos, pero sí para compartir que esta Natalia tiene dos mitades y, aunque la nostalgia me visita y me hace querer comer buñuelos o chontaduro, agradezco que también esta que soy hoy, le debe a Colombia y a Pereira y a Bogotá gran parte de su esencia.